EL VESTIDO CON 18 FLORES

Tumbados sobre la hierba a la sombra que dibuja el tejado de nuestra casa, mi hijo Erik y yo observamos bien alto las geometrías de un momento: un triángulo divide el azul del cielo sin nubes.

Ruge una raya blanca persiguiendo a un avión.

– Lo ha pillado, mamá, ¿lo ves?, acaba de cogerle la colita.

– Sí, cariño –contesto enternecida.    Y me río feliz.

Recuerdo cuando soñaba con escuchar un “mamá” mientras bailábamos al ritmo de las motas de polvo en un rayo de luz. Entonces el silencio envolvía a Erik y a nuestros días;  el autismo jugaba con nosotros como al gato y al ratón, no me alcanzas,  no me entiendes,  jaja, ¿te doy miedo?,  a ver,  estoy aquí, con tu pequeño, no me pillas,  no,  no, ¿lo ves?,  soy yo quien gano,  mira, tu hijo acaba de sacar otra cuchara del cajón para ponerla en línea, y otra, y otra…. ¿eh?,  ¿qué haces con ese tenedor?,  quita, quita….  Y las manitas de Erik, dipuestas,  terminaron por recoger mi tenedor para integrarlo en su fila de cucharas,  de la misma forma que días más tarde aceptaron al helicóptero volador en medio de la hilera de coches o un círculo de palitos,  nacido de su iniciativa,  reemplazó a tantas y tantas secuencias de ramitas paralelas.

-Me gustan los dibujos en el cielo.  Mira –señala Erik-,  hay un 1 ahora.

Los gansos lo escriben en su vuelo migratorio de vuelta.  Sí,  regresan,  mi hijo los descubre y,  arrugando los labios en el intento fallido de un pico,  emite un “cua cua” que resuena a gloria.  Ay, cuántas sesiones delante de un espejo para trabajar la imitación,  los cubitos de hielo para estimular la lengua,  esos chupa chups cuadrados que hacían asomar los incisivos para morder las esquinas,  el columpio para establecer equilibrios,  la pelota coordinadora,  las noches sin dormir por los terrores a los ruidos,  los pies descalzos o las cabezas sin gorro…

Devastador quería ser el autismo,  jaja,  tu hijo no habla,  no imita,  no mira,  no señala,  no duerme,  no soporta suciedades,  no juega…  ¿lo ves, estoy aquí?  Y ahora ni lo vemos,  tan arrinconadito que ni siquiera lo encontramos en nuestros juegos de escondite o de disfraces.

Huele a dicha y a caparazón de mariquita en el jardín donde seguimos tumbados. Si extendiéramos las manos, podríamos alcanzar alguno de los tomates casi maduros con el sentimiento de estar rozando una verdad esencial.

Viene a mi memoria una tarde de agosto,  el momento sublime en el que un Erik de cuatro años no podía esperar más y arrancó con sus manitas gordezuelas su primer tomate de la planta que tanto había regado.  Con el alrededor de la boca y la manga llena de jugo rojo, había dicho:  “cruje distinto al pepino”.  Su primera diferenciación mientras se ajustaba la gorra.

– ¿Sabes por qué un avión no es un cohete? –la pregunta de Erik me devuelve al momento.

Me gustaría pensar en ello, pero mi hijo no me da tiempo.

– El ruido de un cohete es como el de 100.000 aspiradoras juntas.

-Ah –murmuro,  le siguen fascinando los ruidos,  pero ya no le asustan secadores,  cortacésped ni aspiradoras.

– ¿Por qué?

Turbinas, motores y otras realidades físicas se agolpan en mi cerebro de letras en busca de una respuesta.  Me encantaría dominar las fórmulas,  las ecuaciones o las curvas de integrales… no sé,  pienso que espera una respuesta científica,  casi tan certera como las soluciones a los problemas matemáticos que me plantea a diario cada vez más complicados.  “Sí, la raíz cuadrada de 324 es 18” o  “un 1 con 18 ceros es un trillón” o  “46.170 dividido entre 2.565 es 18” –le apasiona el 18 desde que hace dos días nos fuimos de tiendas.

Me miran sus ojos perspicaces e inteligentes.  ¿Busco una alternativa?, ¿me invento una respuesta?, pienso. Pero contesto:

– No lo sé, cariño.

– No importa, mamá. Tú no lo sabes todo.
En un instante maravilloso mi hijo acaba de darme la respuesta más acertada. Nadie lo sabe todo,  ni tengo que enredarme en esa maraña de porqués que tanto me confundía hace tan sólo un par de años . ¿Por qué ha entrado el autismo en nuestra vida?,  ¿por qué mi hijo?,  ¿por qué?…  Me relajo con la misma laxitud con la que él admira,  descubre y clasifica a los distintos extintores –ya hemos descubierto 21 tipos distintos.  Tranquilidad y dicha ante todo.  Nada de miedos, y mucho menos que el autismo nos fastidie la vida.  Cada uno somos distintos,  cada instante de la vida es diferente,  todo fluye, cambia, es efímero… que no nos asuste la diversidad,  ni la inmensidad ni lo incomprensible,  porque las respuestas son siempre sencillas:

– Eres mi mamá y te quiero.

– Yo también te quiero mucho, cariño.

Entonces, con su dedito, empieza a señalarme las flores de mi vestido. Veo cómo sus labios se mueven mientras cuenta bajito’:  uno, dos, tres…. (me da la vuelta con un empujón cariñoso)….diecisiete y dieciocho.

– Todas las cosas tienen un principio y un final…

Espero a que continúe.

– … menos los números, el cielo y el amor. Nos fundimos en un abrazo mientras la hierba sigue creciendo a nuestro alrededor.

Por Anabel Cornago, mamá de Erik.

 

 

Te puede interesar...
Share This
Ir al contenido